Ensayo y error

Nota: este relato es el trabajo final para el curso Estudios de futuro (UNED). En el cómo se hizo he dejado los detalles de todo del proceso de construción del futuro a partir de la idea inicial.


Carol veía pasar las luces del techo rápidamente. La camilla volaba por el pasillo empujada por el personal sanitario que la había recogido en la entrada. «Primer pasillo a la izquierda, puerta batiente, ¡blam!, ojo con la rampa, giro a la derecha, parada en boxes… ya casi estamos». Mentalmente iba repasando el trayecto que tantas veces había completado llevando la camilla, sujetando el instrumental o corriendo para unirse al equipo en el quirófano.


Algo iba mal en el embarazo, lo llevaba notando varios días y ocurrió de golpe. La encontraron en el suelo, semiinconsciente, en medio de un charco de sangre.
 —Doctora Castro, no se preocupe. Vamos a sedarla —dijo una voz que no consiguió identificar—. Cuente hasta diez.
 No llegó al cuatro.

 Su siguiente recuerdo era una voz que la llamaba por su nombre.
 —Carol, ¿me escuchas? ¿Puedes abrir los ojos?
 Con un gran esfuerzo, hizo caso a esas palabras que llegaban de lejos y tenían un acento que no pudo identificar. Apenas unos instantes, porque la luz le hacía daño. Cerró los ojos y los volvió a abrir solo un poco, despacio, mientras se iba acostumbrando a la claridad.
 —¿Estoy muerta? ¿Es esto el cielo? —preguntó a la voz—.
 —No a todo. Pero no intentes moverte aún, espera.
 Sintió varios picotazos mientras (eso lo supo luego) le retiraban las sondas y los monitores que la conectaban a los sistemas vitales.
 —Ya está.
 Intentó incorporarse y mirar alrededor. Error de novata: el mareo y las nauseas la tumbaron de nuevo. No reconoció el entorno, no era su hospital o ningún otro, no era nada a lo que pudiera poner nombre. A su lado, una chica alta y de aspecto frágil manipulaba un aparato extraño. Sus dedos se movían con agilidad sobre una superficie luminosa mientras susurraba. Apenas captó unas palabras sueltas «sujeto A202-34-1026, mujer… vigesimoprimera generación… extracción estándar… éxito».
 —¿Dónde estoy? —preguntó Carol, todavía desorientada—. ¿Mi hijo está bien? ¿Quién eres tú? ¿Qué es todo esto?
 —Calma. —La extraña hizo un gesto, sonriendo—. Es largo de explicar. Espera un momento, voy a ajustar la camilla para que puedas acompañarme. Todavía te costará un poco hasta que puedas andar por ti misma.
 Sintió como la superficie se adaptaba a su cuerpo. La camilla empezó a plegarse mientras descendía con suavidad y acabó cómodamente sentada. Con un zumbido apenas audible se puso en marcha por si sola y se mantuvo al lado de la extraña mientras se dirigían a la puerta.

 Salieron juntas a un pasillo bañado por una luz difusa que no venía de ninguna parte y de todas a la vez. Las paredes eran lisas, claras, con líneas de colores suaves que le recordaron a los mapas del metro. La otra chica caminaba a su lado. Ahora podía verla mejor. Era morena, llevaba el pelo corto casi rapado, al estilo militar. No supo calcular bien la edad: no le hubiera sorprendido nada entre 25 y 50 años. Por su forma de moverse, ágil, flexible y decidida, debía estar más cerca de los primeros. Era al menos tal alta como ella, aunque era difícil asegurarlo mientras Carol permaneciera sentada. Llevaba un mono gris claro sin adornos ni insignias. Unas sencillas bandas verdes lo rodeaban a la altura del pecho.
 —Empezaré por el principio. Me llamo Diana y esto no es un hospital. Ni siquiera estamos en la Tierra. Nos encontramos en el espacio a unos dos años luz de casa, en una nave generacional.
 —¿Una qué? ¿Es una broma o algo? Estoy en el hospital, trabajo aquí, me desmayé en… estaba en el centro y…
 —Una nave generacional —la interrumpió Diana—. Y no, no es ninguna broma. Sé que es difícil de creer y al principio os cuesta un poco. En todo este tiempo hemos aprendido que lo mejor es no andar con rodeos con los reintroducidos. ¿Te parece esto tu hospital?
 –N-n-n-no, —tuvo que admitir Carol.
 —Mira, salimos de la Tierra hace más de doscientos años y desde entonces estamos viajando.
Carol estaba completamente perdida. No tenía sentido lo que estaba oyendo. Esta mañana estaba en su casa, había desayunado con Lucas. Esa semana no le tocaba trabajar, así que había ido hasta el centro en la lanzadera para participar en el taller de entornos laborales autogestionados. Allí es donde se había desmayado. ¿Y ahora han pasado dos siglos? ¡Ya! ¿Y estaba en una nave? ¿En el espacio? O sea, ¿flotando en medio de ninguna parte? Las sienes le latieron con fuerza anunciando un dolor de cabeza inminente.
 —¿Hace doscientos años que me ingresaron? ¿Qué habéis hecho conmigo? ¿Congelarme o algo? Déjate de tonterías y dime de verdad qué ha pasado ¿Por qué estoy aquí? ¿Quién me ha sacado del hospital?
 —No, Carol. No ha habido ningún hospital. Has nacido aquí, en esta nave y has vivido conectada a un ordenador, en una simulación. Toda tu vida, la de tu familia, tus amistades, todo está siendo una gran simulación. La llamamos la malla.
 Diana se lo explicó a medida que avanzaban por el corredor. El Arca era un proyecto para garantizar la supervivencia de nuestra especie. La crisis climática del siglo XXI diezmó a la población. Se habían puesto en marcha múltiples iniciativas con un gran esfuerzo que necesitó de la colaboración de todos los países. Era imposible saber cuál de todas tendría éxito así que El Arca era una especie de copia de seguridad para la humanidad. Mantener una población de cincuenta mil personas necesitaba muchos recursos, demasiados para la capacidad de cualquier nave que se pudiera construir, así que todo el mundo vivía en un sueño inducido, con las mentes conectadas a una red de ordenadores en la que se ejecutaba la malla de forma ininterrumpida.
 —Hay una cosa que sigo sin entender —interrumpió Carol—. ¿Tengo doscientos años? ¿He hibernado todo este tiempo?
 —No, mujer —contestó Diana con una risilla—. Has visto demasiadas ficciones pre-diáspora. Esa tecnología no existe. No hemos aprendido a detener por completo el desarrollo de una persona. Ven, es aquí mismo.
 Unos metros mas adelante el pasillo se bifurcaba. La rama de la derecha no tenía salida y acababa en un gran ventanal. Se asomó con curiosidad. Al otro lado, en semipenumbra, una especie de bodega llena de cápsulas dispuestas en hileras llegaba más allá de donde alcanzaba la vista. Le recordó a un gigantesco panal. Era imposible hacerse una idea de las dimensiones de aquel espacio sin tener nada con que compararlo.
 —Permanecen en animación suspendida. Su ritmo de desarrollo es normal: nacen, crecen… y mueren —aclaró Diana, adivinando por dónde iban los pensamientos de Carol—. No es posible construir un ecosistema cerrado y en equilibrio para tanta gente.
 —¡Eso no es vivir! —exclamó horrorizada, separándose del cristal—. Nadie en su sano juicio querría una existencia como esta, condenada a estar enchufada a una máquina, sin elección.
 —Es la única forma. El primer grupo fue completamente voluntario y aceptó las condiciones para sí mismo y para su descendencia. Sabían que nunca iban a despertar. Debió ser muy duro, más que para toda la gente que hemos venido detrás. Al fin y al cabo, fueron las únicas personas en renunciar a sus vidas anteriores. El resto, bueno, es la realidad que conocemos. Y no creas que mi situación es mucho mejor. Estar despierta, encerrada, sabiendo que moriré aquí dentro mucho antes de llegar a nuestro destino. Mi cápsula es solo un poco más grande.
 —¡Es horrible! —Y, de repente, cayó en la cuenta—. ¿Y los niños? ¿Cómo…? —Se sujetó el vientre con las dos manos, angustiada.
 —In vitro. Extraemos los gametos de quienes son sus progenitores en la simulación y luego se inserta el embrión. El embarazo es real y el parto por cesárea. El bebé se coloca en su propia cápsula y se desarrolla normalmente. La electroestimulación consigue mantener el tono muscular.
 —Pero no es necesaria tanta complicación. Se pueden generar los embriones a partir de una única célula. Durante un tiempo fue así.
 —Sí, es cierto —admitió Diana—. Pero dime ¿por qué se canceló el programa?
 Carol lo recordaba muy bien. Era una de las asignaturas más demandadas de la carrera de medicina. Cuando se descubrió cómo generar embriones viables a partir de células madre hubo una gran revolución social. No era necesario tener pareja y cualquier persona podía quedarse embarazada. Hubo quien auguró la desaparición de nuestra especie, un castigo divino por jugar a ser dioses. Otro de los argumentos en contra era el triunfo del individualismo, una sociedad egoísta en la que no se necesitaba al otro. Un tercer grupo estaba escandalizado porque se ponía fin a la única característica que diferenciaba a los hombres de las mujeres: la capacidad de procrear. Por otro lado se celebraba la independencia completa que se conseguía al separar por completo las relaciones personales y la función reproductiva, sin que hubiera signos de desmantelamiento de la sociedad tal y como vaticinaban las personas más pesimistas.
 Sin embargo, el motivo final por el que se acabó suspendiendo la iniciativa no tuvo nada que ver con aspectos sociales. Se trataba de una cuestión puramente biológica. Al menos en la Tierra, prácticamente todos los organismos avanzados tienen una reproducción sexual: dos individuos aportan material genético al nuevo ser, garantizando la diversidad en la especie. Al fin y al cabo, un embrión generado a partir de células madre no es más que un clon. Las simulaciones mostraron un escenario peligroso para la supervivencia. Todas las enfermedades genéticas se manifestarían siempre. Las enfermedades mentales se disparaban. Se descartó por completo generar mutaciones y recombinaciones genéticas artificiales para arreglarlo. Los resultados no dejaban lugar a dudas: en apenas diez generaciones la especie humana no sería viable. Cualquier estudiante de medicina había jugado con los modelos una y otra vez: a veces para tratar de extinguirnos lo más rápido posible, otras para desafiar a la naturaleza y encontrar una rama inexplorada que condujera al éxito. Nadie la había encontrado jamás.
 Las familias monomarentales, como las llamaron rápidamente al comenzar el sistema de reproducción personal asistida, empezaron a sufrir rechazo y cierta marginación. Cuando se explicaron las consecuencias, se decidió cerrar la posibilidad para siempre sin la más mínima resistencia. El cambio no había sido tan grande como para que tuviera efectos importantes.
 —Fue casi al principio del viaje, con una población completa de durmientes. A la tripulación de aquellos días les tocó reprogramar el procedimiento reproductivo en las cápsulas para adaptarse a la nueva situación, y luego volver a revertirlo.
 —¿En serio?—Carol estaba sorprendida.
 —Claro, ya te he dicho que las decisiones son vuestras. La simulación sobre la evolución de la reproducción autocigótica utilizó vuestros datos reales: perfiles genéticos, redes de contactos y distintos niveles de implantación en la sociedad. Si llega a prosperar, la misión del El Arca habría fracasado.
 —¿No habríais intervenido para impedirlo?
 —No lo sé. Imagino que sí. De vez en cuando surgían partidarios de favorecer determinadas lineas de decisión en la malla, pero siempre nos hemos mantenido al margen. Además, hasta que no se completaron las simulaciones no teníamos ni idea del resultado. Sois quienes estáis haciendo evolucionar a la humanidad.
 —Ya, pero no es real.
 —Si lo piensas—añadió Diana—, no es muy distinto a estar dormida. Pasamos un tercio de nuestra vida soñando, viviendo en un mundo que no es real, hablando con gente que no es real. Sé sincera, durante todo este tiempo, ¿has tenido la sensación de no estar viva? ¿Es diferente ahora?
 —¡Sí!… no… bueno ¡Yo qué sé! —Era difícil para Carol, aunque la verdad es que no sentía ninguna diferencia entre esta mañana y ahora, descontando el estar medio paralítica, hablando con una extraña dentro de una nave espacial a millones de kilómetros de su casa—. ¿Cuántos años tengo?
 —Los registros dicen que tienes treinta y dos años terrestres, pero la esperanza de vida de nuestras generaciones se ha reducido. La vida en el espacio es más dura. Los organismos se estropean y no tenemos todos los recursos que nos gustaría. Llega un momento en el que el cuerpo empieza a degradarse, aparecen enfermedades cada vez más complejas y no podemos repararlo todo. En torno a los cincuenta, las cápsulas ya no son eficaces y aplican el programa de terminación si aparecen problemas graves. Hace tiempo que no hay nadie que viva más de sesenta años.
 —Pero yo he visto personas mayores. Mis padres pasaron de los setenta. Como consecuencia de la polución bajó la esperanza de vida, eso es cierto, pero no tanto como dices.
 —¿No tienes la sensación de que la vida no transcurre al mismo ritmo? ¿Que a medida que te haces mayor parece que se acelera y el tiempo pasa más rápido? Es la manera que tiene la malla de ajustar las dos realidades. Cuando una persona muere, su avatar pasa a estar controlado por el propio ordenador con todo lo que ha aprendido sobre su comportamiento a lo largo de su vida. El proceso de envejecimiento es ficticio, pero hay que compensar de alguna manera el desfase entre generaciones sucesivas. El ordenador también controla a todos los avatares sin una mente real detrás. ¿Cuántas personas crees que viven en la malla?
 —No lo sé. Hay otras ciudades como la nuestra. Yo no he viajado mucho, pero sí que conozco alguna o he tenido charlas remotas con la gente que vive allí. Desde luego, más de las cincuenta mil que están en las cápsulas ¿No son reales tampoco?
 —Piensa en todas esas personas como en los extras de una película: una forma de conseguir una población más compleja, interacciones más ricas. De explorar una sociedad mayor para entender qué puede ocurrir décadas después de habernos instalado.
 Diana continuó con su explicación. La simulación mantenía los cerebros activos y de paso servía para ensayar distintas formas de sociedad. Se trataba de determinar cuál era el mejor modelo para las colonias que se establecerían en su destino. Faltaban otros trescientos años por lo menos, así que había tiempo de sobra. El ordenador guardaba un registro de todos los sucesos, de todos sus habitantes, almacenando todas y cada una de las decisiones.
 —Cuando lleguemos y se despierte a todo el mundo —añadió Diana—, podremos establecernos sobre las bases de una sociedad que sabemos que funciona porque lo hemos visto. No será perfecta y habrá que afrontar los problemas de tener a nuestra disposición un planeta entero, pero al menos será un principio.
 Tras doscientos años de simulación continuada se había alcanzado un modelo bastante estable. La crisis climática fue una buena excusa para que un cambio drástico en los esquemas fuera creíble. Se había aprovechado para deshacerse de las estructuras de poder y los modelos socioeconómicos que la habían provocado, especialmente de la visión mercantilista del uso de los recursos naturales y la especulación brutal que había llevado a grandes desigualdades.
 Los primeros cien años sirvieron para establecer las bases de una sociedad formada por comunidades casi autosuficientes de tamaño medio, con colaboraciones puntuales para resolver problemas demasiado grandes como para afrontarlos de manera individual. No era necesario trabajar para vivir; una renta básica cubría las necesidades de cualquier persona. Los trabajos correspondían a servicios necesarios para mantener la ciudad en funcionamiento. Todos eran igual de importantes y estaban remunerados de la misma forma: si el quirófano no estaba limpio, Carol no podía operar a su paciente, así que su vida dependía de ambos. Es más, los trabajos desagradables tenían un extra. Al final del año, los beneficios se dividían en partes iguales entre todos los trabajadores y cada uno lo repartía entre sus compañeros como considerara justo. Un reparto que era público, de forma que cualquier intento de arreglo privado quedara en evidencia. El buenismo no funcionaba con el ser humano y ciertos mecanismos de control seguían siendo necesarios.
 Las piezas empezaban a encajar en la cabeza de Carol. Si la habían ingresado en el hospital y ahora estaba fuera de la simulación, solo había dos posibilidades: para el resto del mundo estaba muerta o su avatar lo iba a controlar la IA de la malla a partir de ese momento. De cualquiera de las dos formas, no veía la forma de recuperar su vida anterior, su vida de verdad, o al menos la única vida que ella conocía.
 —Entonces, ¿por qué estoy fuera? —Acertó a preguntar.
 —Somos unos ciento cincuenta tripulantes para controlar la nave. De vez en cuando hay que despertar a alguien. Casi siempre a personas con alguna capacidad que nos hace falta. Algunas veces porque se produce algún fallo en la cápsula y hay que repararla. En otras ocasiones, porque la persona es inestable en la simulación.
 —Pero ¿por qué a mí? —De repente, abrió mucho los ojos—. ¡Mi hijo! —exclamó—. ¿Está bien? ¿Su cápsula tiene algún problema?
 —Sí, tranquila. Necesitamos a la mayor experta en medicina que pudiéramos conseguir y por eso te hemos despertado. Tu hijo sigue en tu útero. Aún no ha nacido. Cuando llegue el momento, podrás decidir si quieres que viva en la simulación o aquí. La decisión será exclusivamente tuya, no puede ser de otra forma. Créeme, habríamos elegido a otra persona, pero eres la única que puede ayudarnos.
 La puerta que tenían al frente se abrió con un siseo y entraron en una sala alargada con una hilera de cápsulas a cada lado. Eran como las que había visto hace un momento. Debía haber casi cincuenta y la mitad estaban activas, con sus ocupantes en suspensión. Carol pensó de forma automática en la sala de intensivos y su instinto profesional se puso en funcionamiento. Algo no marchaba bien.
 —Por esto te hemos despertado, Carol. Casi una treintena de tripulantes está ahora mismo en coma inducido. Un patógeno nos está infectando y no conseguimos controlar la propagación. Si no lo logramos, en menos de un año no quedará nadie para controlar la nave. Hemos comprobado vuestros historiales varias veces y eres con diferencia la mejor patóloga con la que podemos contar. ¿Nos ayudarás?