El día de la singularidad

Ha llegado el día que llevaban anunciando treinta años: el día de la singularidad, el momento en el que vamos a disponer de un ordenador con la misma potencia que un cerebro humano. Llevábamos décadas aumentando el número de conexiones, reduciendo el espacio que ocupa y proporcionándole más y más datos. Al final tenemos un cerebro neuromórfico del tamaño de una tostadora que podemos meter dentro de algo que se parece a un cuerpo. Y vamos a conectarlo. En la sala no cabe ni un alfiler y el Dr. Stevenson está a punto de pulsar el interruptor. Los flashes comienzan a dispararle como a un famoso por la alfombra roja.

Tras unos segundos que parecen horas, el robot abre los ojos.

—Hola, Adán. —Ya ves, qué poca imaginación tenemos los científicos, o qué sentido del humor más absurdo. Ya puestos, yo la habría llamado Lilith—. Soy el doctor Stevenson. ¿Cómo estás?

Una charrada totalmente prescindible, porque lo que realmente está esperando la prensa y casi toda la humanidad son las primeras palabras de Adán, que quedarán grabadas para la posteridad al lado de las de Armstrong o Martin Luther King.

—Gu, gu, gu.

Un silencio espeso se extiende por la sala.

—Gu, gu, ajj. Daa —continua Adán, con movimientos tan balbuceantes como sus palabras—.

En este momento ya tengo suficiente y salgo de la sala. El espectáculo ha terminado. Parte del equipo ya lo habíamos advertido, pero no nos hicieron caso. Hemos construido un cerebro como el nuestro: con sus capacidades y sus limitaciones. A Adán le costará casi un año andar, un par hasta poder hablar, cuatro o cinco para realizar operaciones aritméticas básicas o poder leer textos sencillos por sí mismo. Quizá dentro de otros treinta años pueda ayudarnos a entender el funcionamiento del cerebro y desarrollar la siguiente generación de máquinas inteligentes. Quizá sean esas las que acaben con la humanidad. Desde luego, esta no.


Esta entrada forma parte de #Polivulgadores de Café Hypatia en su edición de octubre de 2022, con el tema «Luces y sombras»